Un cuento. El caballero de la reina.

No me puedo fiar más que de mi sable. Sólo con él puedo defender a mi Reina. Y de Ella no tengo por qué fiarme puesto que le pertenezco.
Estoy solo. Solo en la protección de mi Dueña, a la que nadie osa encomendarse. Solo en su defensa cada vez que ha de recorrer los caminos inseguros de este reino que más parece ajeno que propio. Porque Ella también está sola. Bueno, me tiene a mí. Nadie, excepto yo, cuida de Ella. Nadie la ha cuidado nunca. Ni siquiera ese advenedizo consorte que con falaz osadía tíldase de rey. Sólo me tiene a mí.

Ahora estamos de nuevo en el camino. Un camino plagado de traidores y bandidos. Una camino abrupto, requebrado, de difícil tránsito para un guardián que, manteniéndose un paso por detrás, como ordenan las leyes no escritas de nobleza, ha de prever cualquier vía de posible asalto. Asalto que a no dudar se producirá.

Sí. Ahí están. Mucho tardaban en aparecer.

Desenvaino y, siempre sin perder de vista a mi Reina, acometo a los felones que pretenden de caer sobre Ella. Volteo el sable por encima de mi cabeza sabiendo que mi estampa, a lomos de mi corcel, impone sobremanera. Y, en efecto, los primeros de esos medrosos malandrines huyen a la mera vista de mi arma fulgente; mas he de volver grupas para enmendar la torpeza a que me ha llevado mi impetuosidad: he abandonado por unos momentos mi puesto junto a mi Dueña. Cumplo mi deber bajando mi espada en señal de respeto. Pero, la acometida del espúreo Caballero del carro amarillo me obliga a levantar de nuevo la guardia, y la hoja de mi acero enfría de una estocada las entrañas del belitre. De seguida, el taimado Maestre de la joroba acomete por detrás, como es su costumbre, aunque huye con el silbo de mi sable rozando su poco privilegiado cráneo. Empero he de pagar el precio del denodado esfuerzo defensor dando en tierra tras perder el equilibrio. No me importa; no es el fin mientras me quede vida. Y aún sigo yo, solo y firme, para demostrar que la guardia muere, pero no se rinde.

Bien que Ella, que odia la violencia como todas las reinas de su especie, me cautiva con su instinto protector. Sin ayuda, termina de ahuyentar a los cobardes acosadores con su sola presencia y me reconviene con su dulce autoridad.

—Mi buen caballero, no tenéis necesidad de ganar mi predilección y mi amor, puesto que ya lo poseéis. Cesad en tan ardorosa respuesta a provocaciones de quienes no merecen siquiera nuestro desprecio, y menos aún nuestra ira.
—Pero, mi Señora…
—Envainad de inmediato el sable y entregadmelo en señal de obediente lealtad.

Desarmado en cuerpo y alma, mis lágrimas fúrtanse de su encierro mientras reanudamos la marcha. Mas no tardamos en topar con uno de los poderosos Magos de las Palabras, que con tales invisibles armas azotan por igual a nobles y plebeyos cuando les creen merecedores de oprobio. El mago invoca la atención de mi Reina (¡mi vida por un sable para valerla!, plugo a Dios). Empero, asombrosamente, el poderoso mago se limita a ejercer un imperativo ruego:

—Ah, venerable y dulce Señora, no obráis con sabiduría despreciando tan valeroso paladín en estas vísperas de tiempos borrascosos. Su única razón de ser y obrar es guardar a Vuestra Majestad de todo mal. Restituidle, pues, sus atributos de caballero guardián y permitidle ser merecedor de tan alto rango.

Apenas pronunciada la última de sus palabras, desaparece como por ensalmo.
Mi única Dueña queda pensativa durante unos instantes. Luego sonríe y me acaricia con su mirada. Tomo de sus etéreas manos el acero defensor de su vida y honra.

—Mi buen caballero, tomad vuestro sable y cumplid como sabéis vuestro cometido. Y ahora reanudemos nuestra marcha. No podemos permitir que el tiempo perdido se una a esa bandada de enemigos que crece a cada paso.

Nadie, excepto yo, cuida de Ella. Sólo me tiene a mí.

Para leer este mismo cuento desde otro punto de vista pinchen aquí: Conjeturas sobre un sable.

Embaucadores (o sea, escritores)

«Así que no crean a Orhan si muestra a Negro más estúpido, nuestras vidas más duras, a Şevket peor y a mí más bella e indecente de lo que realmente éramos.

Porque no hay mentira a la que no sea capaz de recurrir con tal de que la historia sea hermosa y nos la creamos

Párrafo final de la novela Me llamo Rojo, de Orhan Pamuk.

Como un gorrino en un maizal

Mi primera novela terminada, Las lágrimas de Eurídice, fue publicada previamente con el execrable título de Viento de guerra. A pesar de tamaño baldón, y llevado por el ímpetu propio de un autor primerizo, traté de dar a conocer al mundo esta mi primera publicación por todos los medios posibles.

Así, en un alarde de osadía, cualidad que de ningún modo me caracteriza, pero que me asalta de vez en cuando en forma de ramalazo, hice llegar un ejemplar del libro a un renombrado académico de la lengua, a modo de humilde tributo compensatorio por los agradables momentos pasados con algunas de sus páginas.

El acuse de recibo se realizó con posterioridad a su lectura. Y de esta guisa:

Entiendo que le honra sobradamente el detalle de haberse tomado la molestia de tomar papel y pluma para estampar unas líneas de agradecimiento por el envío, puesto que podía haber prescindido totalmente de hacerlo, como seguramente hubieran obrado otros muchos. De hecho, yo no esperaba en modo alguno recibir un envío semejante, con un cumplido muy suyo: «lo he disfrutado como un gorrino en un maizal».

En todo caso, dejo constancia del asunto por si esta inusitada crítica pudiera servir de referencia a futuros lectores de estas aventuras decimonónicas.

El mundo centenario de Hergé

El siempre interesante blog Divergencias, dedicó semanas atrás una entrada al centenario de Hergé. Entrada, quizá respondiendo al título del blog, bastante divergente, puesto que es de las escasas que pueden encontrarse en la blogosfera renegando del celebérrimo reportero y de las historias alumbradas por el dibujante belga.

«Hergé me sigue pareciendo uno de los grandes dibujantes que innovó el lenguaje del cómic, pero como guionista creo que no resiste el paso del tiempo. Hay algo en el personaje que me quita ilusión por volver a leer este tebeo. Creo que es esa falta de madurez que tiene toda la obra del dibujante belga, esa sensación de que la aventura es una cosa de boy scouts. Cada tomo respira ese buenismo que roza la ñoñería. Imaginen a Tintín embarcado en La Hispaniola en busca del oro de Flint. ¿Qué haría el flaquito del tupé en medio de esa tripulación de piratas traicioneros? ¿Sabría siquiera como hablar con Long John Silver? No. Tintín es demasiado soso para una gran aventura. Sería el primero en morir a causa de alguna de sus tonterías. ¿Sería Tintín capaz de dudar entre fidelidades, de concebir que entre el bien y el mal solo hay niebla? No.», se afirma en la citada entrada.

Y discrepo parcialmente. ¿Por qué? Porque en los cómics de Tintín, Tintín es lo de menos. La magia de las aventuras de ese reportero no la confiere su protagonista, que, en eso coincido con Otalora, es bastante ñoño, sino el ambiente y los demás personajes, secundarios o no tanto.

Tintín es la magia balcánico-eslava de Syldavia, el exotismo de San Teodoro, los pecios de Rackham el Rojo, la explosiva situación del Oriente Medio en el país del oro negro, los peligros del Mar Rojo, la decadente China occidentalizada en las vísperas de la guerra con Japón, el secretismo de investigaciones nucleares y espaciales, el entramado del espionaje en países neutrales en medio de la guerra fría o la ambivalente política de muchos países de Lationoamérica, entre otros muchos escenarios detallada y perfectamente descritos.

Tintín es el enorme elenco de secundarios como el general Alcázar, el piloto Piotr Pst, el padrazo y a la vez temible empalador Emir Ben Kalish Ezab, la Castafiore, el impecable Néstor, el mercader Oliveira da Figueira, el coronel Sponsz o el corrupto policía Dawson, entre otros muchos personajes perfectamente encajados en las tramas, con rasgos morales no pocas veces dudosos. Y, por encima de todo, Tintín es el capitán Archibaldo Haddock (al que siempre vi como un vejete y al que ahora empiezo a alcanzar y pronto superar en edad), uno de los personajes más entrañables que recuerdo de la enorme cantidad de libros, cómics y películas que me he tragado desde que tengo uso de razón: un buenazo gruñón, sibarita, valiente, inculto, borrachín, leal y bastante misántropo marino. Misantropía que magistralmente se refleja, entre otros aspectos, en su repertorio de insultos hacia el prójimo, en cuyo sentido permítanme ofrecerles una relación de mis favoritos (a los que se antepone normalmente el encabezamiento banda de o especie de, según el destinatario sea individual o colectivo):

Coloquíntido de grasa de antracita, ametrallador con babero, Cyrano de cuatro patas, anacoluto, analfabeto diplomado, bachi-buzuk de los Cárpatos, bebe-sin-sed, beduino interplanetario, bicharraco, bulldozer a reacción, iconoclasta, invertebrado, pacta-con-todos, paniaguado, polígrafo, descamisado, doríforo, mequetrefe, mercantilista, tecnócrata, vándalo, ku-klux-klan, mujik, Mussolini de carnaval, Atila de guardarropía, chuc-chuc, ciclotrón, coleóptero, vendedor de alfombras, viviseccionista, filoxera, flebotoma, antracita, antropopiteco, carne de horca, catacresis, ganapán, gran fariseo, extracto de hidrocarburo, sietemesino con salsa tártara, vegetariano, aprendiz de dictador a la nuez de coco, oricterópodo, ostrogodo, cercopiteco, chafalotodo, logaritmo, nictálope, Fátima de baratillo, mameluco, mejillón relleno, residuo de ectoplasma, galápago, rocambole, momia, zuavo, lepidóptero y oficleido.

No cabe sino admitir que los primeros títulos de la colección dejan bastante que desear y no han resistido el paso del tiempo, y en eso me uno a toda crítica incisiva.

Pero, a pesar de la exagerada benignidad del petimetre reportero o de la desesperante abstracción del profesor Tornasol respecto de la realidad, considero que aventuras como Stock de coqueEl cetro de Ottokar (*) o El asunto Tornasol, por citar mis favoritas (admito, por supuesto, discrepancias), historias y aventuras difícilmente igualables o superables, no sólo forman parte del panteón de clásicos del cómic y de la formación lectora juvenil de muchos de los integrantes de esa generación que obtuvimos la capacidad de ser felices gracias a la Coca-Cola y de otras precedentes, sino el paso del tiempo refuerza su viveza y acentúa la memoria de aventuras vividas en mundos de palabras y colores planos. Al menos para un servidor, que, cuando el tiempo lo permite, las sigue releyendo con fruición.

Inmortales

A través de Apostillas Literarias he tenido ocasión de evocar un encuentro entre dos de los más grandes ingenios de la Literatura en castellano y asistir mentalmente a una conversación entre ambos sobre el demonio de la inmortalidad.

Se trata del encuentro entre Jorge Luis Borges y Juan Rulfo que tuvo lugar durante la visita de aquél a la ciudad de México en 1973. Las circunstancias del encuentro están recogidas en la entrada de Magda. Pero no me resisto a transcribir aquí la conversación. Eso sí, como dice Magda, sin reclamo alguno de precisión, porque las fuentes son demasiado vagas. En cualquier caso, se non è vero, è ben trovatto.

RULFO: Maestro, soy yo, Rulfo. Que bueno que ya llegó. Usted sabe como lo estimamos y lo admiramos.

BORGES: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro», dígame Jorge Luis.

RULFO: Que amable. Usted dígame entonces Juan.

BORGES: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.

RULFO: No, eso sí que no. Juan, cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.

BORGES: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?

RULFO: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.

BORGES: Entonces no le ha ido tan mal.

RULFO: ¿Cómo así?

BORGES: Imagínese, don Juan, lo desdichados que seríamos si fuéramos inmortales.

RULFO: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.

BORGES: Le voy a confesar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.

RULFO: Así ya me puedo morir en serio.

Leyendo esto no puede uno por menos que acordarse de aquel terrible dictamen: «¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el malAhora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre.» Y le echó el Señor Dios del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines, y la espada de llama flamígera, para guardar el camino del árbol de la vida. (Libro del Génesis 3, 22-24.

Quizá ese vicio o enfermedad de escribir viene de la atávica reminiscencia de esquivar la espada de fuego y alcanzar el fruto del árbol de la vida. Sin duda, algunos lo consiguen. Como, al parecer para su desgracia y nuestro deleite (así es la vida), lo consiguieron don Juan y don Jorge Luis.

Algunos nos conformaríamos con atisbar ese terrible árbol.

La luz, el parche, seriedad, rimas y Macbeth

Mita me ha dejado un nuevo comentario en su entrada «Luz«:

Fernando, siento decírtelo porque parece que es un poco tarde ya, pero… ser escritor no es nada sano. Además como vas por la vida con parche en el ojo y chicle, pues no te van a tomar en serio.

Como hubiera dicho don Gustavo Adolfo:

¿Quién me dio la noticia?… Un fiel amigo…

Me hacía un gran favor… Le di las gracias.

Así que intentaré cambiar de imagen, para ver si me toman en serio.

Pero no sé yo si…

Quizá mejor probaré con la de los Macbeth Bros.

Ahora me tomarán por otra cosa.