Matchpoint

(Relato publicado en el suplemento cultural Territorios del periódico El Correo el 23 de julio de 2021)

Tiempo después de dejar de ser lo que era, recordaría el atardecer de aquel día sin cadencia, sin cuño ni distintivo, como uno de los más extraños y trascendentales de su vida. Porque fue precisamente aquel día cuando empezó a dejar de ser lo que venía siendo durante tantos años.

La revelación le sobrevino a bordo de un taxi junto al muelle de Kuruçeşme, camino de Bebek, en medio del atasco provocado por un accidente de tráfico. Asistió a una representación miniaturizada de la vida que él no se había atrevido a vivir; una vida a la que había vuelto la espalda sin posible retractación.

Con la cabeza apoyada en la ventanilla del automóvil, asperjada tras un chaparrón tormentoso, contemplaba la asimétrica discusión de una pareja de novios alcanzando su punto álgido. Ella, abatida bajo su paraguas, apoyada sobre un pretil, con la vista fija en la obstinación del agua que mecía las embarcaciones y chocaba con la orilla de hormigón, escuchaba -o eso parecía- los argumentos de su novio; un novio empapado, implorante, incapaz de permanecer quieto y a quien la vida se le escapaba palabra a palabra explicándose sin saber explicarse. Solo calló al verla incorporarse, acariciarle el rostro y, sin mediar palabra, alejarse lentamente, cabizbaja. Él se quedó paralizado, con una rigidez de muerte, una incapacidad para pasar el trago.

Mala suerte, compañero. ¿O has sido tú el culpable? Sí, seguro que sí. Pero ya poco importa.

No esperaba más del cuadro cuando la lluvia retornó. Como también retornó la muchacha, corriendo, sofocada. Se plantó ante él dejando caer al suelo el paraguas abierto, le miró como quien se asoma a un abismo y le arreó una bofetada contundente. Luego le abrazó, antes de sepultarle en oleadas de lágrimas e hipidos, acabando ambos devolviéndose la vida boca a boca, agarrándose de los cabellos, sorbiendo sus propias existencias compulsívamente, al ritmo creciente del aguacero. Así permanecieron, incansables, bullentes, palpitantes, calados hasta los huesos, bajo la argentería crepuscular del Bósforo.

Contemplaba absorto, hipnotizado, esa explosión vital, ese enésimo big bang del enésimo universo que no solo se expandía ante sus narices, sino que estaba colisionando con el suyo, provocándole un cataclismo invisible y ajeno a cualquier sentido, aunque él ni lo sospechara. Los miraba cual novicio voyeur, con el pasmo de un niño admirando un truco de magia, con el arrobo de un místico ante la revelación divina.

En la red, pero pasa. Otro match point superado, chaval. Espero que lo aproveches y no tengas que salvar más, porque quizá no puedas.

Por mucho que siguieran los amantes inmolándose en ese acto de abnegación total, no se cansaría de aplicar su entendimiento al fugaz melodrama. Y sintió agitarse el magma emocional encerrado bajo la sarcástica, agnóstica, escéptica y demás adjetivos esdrújulos de su corteza existencial; porque la escena, insignificante para el resto de los mortales, representaba para él la traducción de un fracaso personal estrepitoso cuyos síntomas venían revelándose de manera evidente. Sí, un fracaso. ¿Por qué, si no, nadie le había atizado una bofetada cargada de deseo? Se había convertido en el espantajo y el coco de un mundo demasiado estrecho como para constreñirlo aún más con sus quimeras de pesimismo, determinismo y demás ismos de su actividad mental.

El choque cósmico terminó una vez deshecho el atasco provocado por el choque automovilístico. El taxi reanudó su carrera hasta detenerse ante un portal de la calle Valikonağı.

Aysel lo recibió enfundada en un albornoz, en su fragancia, en su sonrisa, en su donaire. Puertas abiertas solo para él.

– Hola, querido. Un momento.

Dobló el cuerpo con facilidad de gimnasta, ahuecó sus guedejas con ambas manos durante unos instantes y al final recobró su postura de golpe, terminando de atusar la nebulosa de bucles.

Tus cabellos, cual rebaño de corderos ondulante por las pendientes de Galaad.

El Cantar de los Cantares también era una de sus lecturas predilectas, motivo por el cual la imagen le vino como un resorte.

– ¿Ves? Ya está. Ven, dame un beso.

Por supuesto, no había completado los cientos de pasos imprescindibles en el proceso combinado de aseo, cosmética, atavío y ornato de necesaria observancia para presentarse ante sus congéneres y superar el examen continuado en ese tipo de establecimientos donde uno va a ver y dejarse ver. Pero acababa de coronar el más arduo: domar su exuberante melena.

– Estás preciosa.

Así lo atestiguaba el vestido de tirantes color turquesa con un escote diseñado no para enseñar, porque no enseñaba nada, sino para provocar la perdición de los fuertes y la extinción de los débiles; un vestido a juego con un chal -a juego con su nombre, sus ojos, su espíritu- y con un par de sandalias de tiritas mínimas y tacones vertiginosos. Como así lo atestiguaba la palidez ebúrnea de su piel en piernas, brazos, escote, cuello y faz, radiantes entre la luz nocturna.

– Embustero. Termino en diez minutos. Ponte cómodo… Mira, ahí tengo los últimos libros y discos que he comprado.

Veinticinco minutos después salían en el coupé de ella.

– Toma, conduce tú. Por cierto, ¿adónde vamos?

– A cenar, ¿no? – bromeó él.

– Eres un tonto. ¿Adónde?

– Sorpresa…

Silencio. Mal presagio. Empezó a notar de repente que el ambiente se cargaba de electrones, y no sabía cómo reaccionar porque no adivinaba el origen.

– Te va a gustar, lo sé -desvarió él, a la desesperada.

El silencio creció, se expandió, lo inundó todo. Entre la exterior y la interior se iba a formar la tormenta perfecta. Y él, a la deriva en el ojo de la tempestad.

El primer relámpago descargó nada más aparcar y salir del vehículo en el recinto de Çırağan Palace.

– Me molestan las sorpresas de toda índole y siempre las evito. Tendrías que saberlo ya. ¡No quiero sorpresas!

La impulsiva necesidad de ir por delante de los acontecimientos hacía que Aysel odiara las sorpresas. Sí, tendría que saberlo a esas alturas. Pero su estólido romanticismo le hacía pasar malas jugadas a veces, impidiéndole ver las cosas con claridad. La entereza hizo mutis en esa ocasión. Y no se le ocurrió peor cosa que enfadarse consigo mismo… e irritarse con la actitud de ella. ¿Acaso no podría comprenderle un poco más?

– No tienes por qué ponerte así.

– No me gusta que me lleven y me traigan al tuntún. Y menos aquí. Lo sabes, pero te lo pasas por el forro…

Él intentó la vía del silencio conciliador al tiempo que salían a la fachada marítima, un paseo privado del hotel abierto al estrecho entre escaleras y balaustradas marmóreas. Empezaron a recorrer el paseo bajo la luz de sus pequeñas farolas, haciendo frente a la eterna brisa a ras del agua. Pero en esa ratonera espaciotemporal no había salida sin mentís.

– ¡Qué! ¡Ahora te callas! ¿O es que me das la razón como a las locas?

– Pero qué locas, ni locas. Lo que pasa es que no hay nada que no te moleste. Vamos a ver, es un sitio precioso, un…

– Es un sitio de mierda al que vienen los chulos con sus putas. Oh, claro, que has estado antes… No me acordaba. Con tu amiguita esa, la morenaza. Entonces sí, es precioso. Os conocerán por el nombre y todo, ¿a que sí? Pues para ti, y te lo metes…

– Pero… pero… ¿A cuento de qué viene eso ahora?

– ¡Que no me tomes por tonta!

Empezaron a caer goterones. Abrió el paraguas y lo empuñó sobre ella, que se lo arrebató como si no quisiera nada que él le ofreciera. Al poco, el aguacero se hizo patente.

– Yo no soy segundo plato de nadie, ¿te enteras? Así que ya sabes, vuelve con ella y os atiborráis a gusto hasta empacharos.

Vamos a ver… Que ni siquiera… Esto es absurdo… Es que ni de coña… Que no ha habido nada… En la vida… Ni idea de… Me importa un rábano esa…

Era incapaz de permanecer quieto mientras intentaba dar todo tipo de razonamientos frente a la ‘probatio diabólica’ a que se había visto sometido. Ni siquiera notaba que se estaba empapando. No parecía existir argumento capaz de romper un despecho justificadamente irracional. Aysel, bajo el paraguas, se había detenido y mantenía la vista fija en la obstinación del agua que se estrellaba contra el borde del paseo.

La desesperación no tuvo más salida que una acusación fundamentada.

– Esto no tiene sentido y esos celos son ridículos.

– Claro, es que yo no hago más que el ridículo una y otra vez. Sí, soy muy ridícula. Pues nada, que os den a todos, y que seáis muy felices. Dame la llave, que me voy a mi casa.

Intentó retenerla con suavidad, tratando de acariciar su rostro y hacer que volviera la vista, pero ella le apartó de un manotazo, le arrebató la llave del coche y se fue a paso firme.

La lluvia arreciaba. Se quedó rígido, sin saber qué pensar ni qué hacer durante un breve momento eterno. Un paso en falso, un malentendido o un accidente absurdo son minucias fugaces y volátiles capaces de guadañar sueños, esperanzas e incluso vidas enteras de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. In ictu oculi. Parecía un cruel truco de magia: ahora está, ahora no está. Era, acaso, como morirse de repente. Así debía de ser la muerte: ahora estás, ahora ya no estás. Un pequeño paso.

Eso es todo, amigo, se acabó.

Así lo creyó, sin percatarse de lo que ocurría: Aysel regresaba corriendo, sofocada. Apenas entrevió cómo se plantaba ante él dejando caer al suelo el paraguas abierto para arrearle un bofetón letal para pesos wélter o inferiores. Lo miró como quien se asoma a un abismo antes de abalanzarse en un abrazo y sepultarlo en oleadas de lágrimas e hipidos. Como por instinto, se devolvieron la vida boca a boca agarrándose de los cabellos, devorando sus propias existencias al ritmo creciente del aguacero. Incansables, bullentes, palpitantes, calados hasta los huesos, bajo la argentería crepuscular del Bósforo, en un final sin final.

Al fondo del paseo, un hombre joven contemplaba bajo su paraguas esa explosión vital. Los miraba absorto, hipnotizado, con el pasmo de un niño admirando un truco de magia, con el arrobo de un místico ante la revelación divina; incapaz de sospechar que ese enésimo universo que se expandía ante sus narices estaba colisionando con el suyo.

La eficacia de la poesía para olvidarse del amor.

«Me pregunto quién descubriría por primera vez la eficacia de la poesía para olvidarse del amor». Jane Austen, Orgullo y prejuicio, capítulo IX (traducción de José C. Vales)

El neotremendista Fernando Fernán Fernández se había hecho escritor por casualidad más que por convicción. A él, en realidad, le hubiera gustado ser un artista de verdad: pintor, escultor, compositor de sinfonías o incluso cantor de tangos, pero no se veía con habilidad alguna para cualquiera de las artes, bellas o no. Así que se hizo prosista, por eso de que escribir luce mucho y, además, no se necesita nada: ni arte, ni voz, ni sentimiento, ni nada; con unos conocimientos gramaticales básicos y algunas ideas tomadas de aquí y de allá, se puede uno colgar el título de escritor. Y se dio a ello con fruición.

Como las preocupaciones estéticas no eran lo suyo, entremezcló de forma un tanto espuria ciertas inquietudes sociales con una imaginación inquieta y las dos primeras obras le salieron con el aire de las novelas tremendistas de mediados del siglo pasado, y aún más crudas si cabe. Así las cosas, cayó en gracia de un sector de la crítica siempre ávido de morbo dialéctico, y ensalzaron a FFF, apelativo que ahorraba consumo de tóner, como una promesa del llamado neotremendismo, voquible con el que fue etiquetado y clasificado por los entomólogos de la palabra, no sin razón.

El caso es que hace algún tiempo el estimable periodista (no es oxímoron) y escritor César Coca, quizá llevado por cierta caridad o por ganas de llevar la contraria, le propuso el reto de componer un relato de corte romántico o con un cierto tono poético para incluirlo en un suplemento especial que elaboraba su periódico en torno al día de San Valentín y la literatura amatoria. No podía FFF desaprovechar semejante favor y oportunidad para dar un giro a su carrera, por lo que puso entendimiento y empeño en su encargo. Pero ocurría que, a fuerza de escribir durante su carrera novelística más de lo mismo, más de lo mismo era lo que perpetraba con su pluma. Y lo que le salió fue una barbaridad en la que no faltaron desgracias sin cuento y hasta algún cadáver descuartizado, lo cual, mezclado con unos cuantos brochazos sentimentales, resultaba algo así como una mezcla de Repulsión y Mujercitas.

Después de entregar el relato no tardó en recibir una llamada de su mentor. César, aunque melómano, no se libra de un pronto contundente cuando alguien le toca las narices. «¡Hay que joderse! ¡Pero qué puta mierda me has traído!», fue lo más suave de una opinión completa que asestó sobre el relato en cuestión, sin olvidar referencias al orificio que remata el conducto digestivo del escritor e incluso a su señora madre. Pero, como ya era tarde para dirigirse a otro de esos pájaros que practican la literatura literaria, le concedió una semana improrrogable para ofrecer algo con un mínimo de fundamento. No era asequible al desánimo el curtido escritor. Así que, después de encajar tamaña bronca con cierta dificultad, buscó luz con la que poder encontrar el camino del sentimiento romántico. Y, para FFF, luz era sinónimo de Jorgina García, su amor platónico y volcánico a partes iguales.

Jorgina, tan inteligente como bonita, había colmado de rechazos y desdenes al pobre escritor dejándose llevar por el qué dirán, por esas siglas que le daban repelús al semejar un remedo del KKK y por las reseñas de algunos críticos amateurs cercanos a sus reuniones literarias; y es que esta poeta y bailarina, que tenía bajo siete llaves el corazón de FFF, organizaba con un idealismo peligroso tertulias y veladas poético-musicales a las que acudían los más afamados diletantes líricos de la provincia, demostrando una vez más la eficacia de la poesía para olvidarse del amor.

No solía acudir FFF a estas exquisitas reuniones porque, cuando comenzaron a celebrarse, su sola presencia cosechó miradas reprobatorias, rechazo de saludos y vacío a su alrededor. Al parecer, los novelistas con obras de contenido tremebundo (o los novelistas en general) no hacían buen efecto en el mundo feérico creado por almas delicadas que hablaban de Rimbaud, del amor entre los griegos o de los recitativos en las cantatas de Bach.

Armándose de valor y puesto de punta en blanco, FFF decidió acudir a la velada prevista (¿por el destino?) para el día siguiente a la gran bronca cesariana. Tal como esperaba, advirtió de nuevo cuchicheos, apartamientos poco disimulados y hasta encaros descarados, como el que le espetó Jorgina. No obstante, un observador más detallista habría advertido en la mirada de la organizadora un brillo diferente, un chispazo impaciente y hasta un destello pasajero en sus mejillas. Para no confundir a los lectores, aclaremos desde ahora que el desdén y desafecto que le mostraba Jorgina tenía más de apariencia que de realidad; en el fondo de su corazón había un rescoldo de atractivo salvaje hacia ese hombre que se atrevía a describir, con profusión de detalles, el lado más oscuro y bajo de la condición humana. Aclarado este punto, volvamos a los hechos.

La reunión no contaba con muchos asistentes. En la “mesa de los artistas” figuraban Iker López de Zuazo, proctólogo y poeta; Juan de Dios Calixto Samaniego, poeta y administrador de fincas; y Cipriano Cigarrón de Ayala, poeta sólo. En un aparte, acomodadas ante un atril se encontraban Nerea Trijueque, recitadora, y Lola Smith de la Hoguera, bandurrista titulada por el conservatorio de Murcia y percusionista de triángulo. El público asistente lo componían, además del propio FFF, un guardia jurado, Genoveva Porro Marcial, madre de la bandurrista, y los gemelos Pedro y Pablo García García, primos segundos de Jorgina. Ésta, después de las presentaciones, se retiraba a dar paseos muy discretamente entre el, digamos, respetable.

Se dio comienzo al florilegio. Los versos y romanzas se sucedieron sin solución de continuidad ni consideración durante un tiempo en modo alguno prudencial. Los coloquios entre el respetable y los artistas tampoco tenían desperdicio en cuanto a extensión y contenido. El caso es que FFF no sacó nada en claro de todo aquel desconcierto de rimas consonantes en lo concerniente a su propósito inicial de imbuirse en aires de sensibilidad romántica.

Ahora bien, lo que sí alteró el curso de las circunstancias, o el destino del Universo entero para nuestro héroe, fue un suspiro de princesa escapado de la boca de fresa que notó en Jorgina según pasaba a su lado (aunque prosista, FFF era muy fan de Rubén Darío). No era de extrañar tan espontáneo suspiro, previo al vigésimo séptimo soneto recitado con acompañamiento de bandurria contralto. A partir de ese momento no dejó de estar atento a los actos y expresiones de la mujer de sus desvelos, en la que sólo constató zozobra y desaliento.

Éste es el momento de realizar otra aclaración, que explicará tan melancólica actitud: al cabo de un cierto tiempo de iniciar sus actividades de fomento poético-artístico, empezaron a crecer dudas sobre el atino y el crédito de tanto fanático del verso; y cuando leyó por casualidad un pasaje de Baroja, don Pío, en el que descerrajaba con su habitual irreverencia que «componer versos lo mismo puede ser indicio de inteligencia o habilidad, pero no revela poseer gran talento», cayeron de sus ojos como unas escamas, y recobró la vista.

Es por ello que un cruce de miradas ordenó ideas y emociones de poesía azul y prosa negra. En un mísero receso que se permitieron los artífices de la palabra, él se las apañó para acercarse a ella a solas.

—¿Qué hace una flor como tú en esta reunión de gaznápiros?

—¡Cómo te atreves! —quiso indignarse ella.

—Insisto —la intensidad en su ademán rindió toda resistencia en el ánimo de Jorgina.

Ella confesó que se había quedado atrapada en esa maraña poética; compromisos, quedar bien, no dejar en la estacada a incipientes vates o amigas de literario interés… No supo cortar a tiempo y no veía la forma de salir.

—Ya veo—dijo él—. Prisionera de las tramposas musas. ¿Qué es lo que te gustaría hacer realmente?

—Bailar… Volar…

—Así que eres de las que bailan.

—¡Qué! Siempre quise ser bailarina, y aún lo hago bien.

—Quiero decir que hay dos clases de seres en la galaxia: los que bailan y los que no.

—Ah. ¿Y tú de qué clase eres?

Él no respondió; era fácil adivinarlo. En su lugar, repreguntó:

—¿Y por qué no te dedicas a bailar, si es tu verdadero sueño?

Esta vez fue ella quien calló y bajó la vista. Nadie le hacía preguntas de ese calado. Nunca se has habían hecho. Ni ella misma. Por eso tampoco hacía falta responder. El rubor ardiente y la insólita candidez de ese silencio terminaron de prender el espíritu de FFF.

—Ven —dijo, al tiempo que la tomaba de la mano.

—Pero… —se resistió ella sin mucho afán y algún remordimiento.

—No te preocupes, se las apañarán a golpe de sonetos. O morirán de inanición, da lo mismo. Vamos —retomó su mano y se encaminaron hacia la salida.

Nada más salir, él le arrancó un beso in promptu de los que ella no podía siquiera concebir. La pobre.

Recuperado el aliento, la condujo hasta su vehículo, abrió caballerosamente la puerta del copiloto y después se puso al volante.

—¿Adónde pretendes ir? —preguntó Jorgina por mera curiosidad y creciente fascinación.

—Adonde puedas bailar mientras escribo.

—Bien. ¿Y eso cae por… ?

—No sé, pero lejos de aquí, seguramente.

—¿Y sin equipaje?

—Sin equipaje.

—Oye, ¿me estás secuestrando?

—No, te estoy raptando.

Lo que sucedió después con los amantes en ciernes entró a formar parte de una de las urbanas leyendas literarias a las que tan aficionados son los lectores poco exigentes. Surgieron rumores sobre actos vandálicos, escándalos públicos y hasta interrogatorios de la Guardia Civil, pero no hay nada concluyente al respecto. Unos dicen que son patrañas inventadas por sectores ultraconservadores para prevenir a las jóvenes sobre los peligros del neotremendismo; otros, que sólo son exageraciones; y otros, que hay hasta pruebas gráficas de todo ello. Pero dejemos que otras plumas se extiendan sobre culpas o tristezas. Nosotros nos quedamos con el grato recuerdo del rapto y el desencadenamiento.

Post scriptum, a modo de final feliz: César recibió, antes de finalizar la semana, un curioso relato sobre un rapto a la escocesa que fue aplaudido por crítica y público.

(Relato publicado en el suplemento cultural Territorios del periódico El Correo, el 20 de julio de 2019)


Ilustración: Mikel Casal.