julio 26, 2021
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(Relato publicado en el suplemento cultural Territorios del periódico El Correo el 23 de julio de 2021)

Tiempo después de dejar de ser lo que era, recordaría el atardecer de aquel día sin cadencia, sin cuño ni distintivo, como uno de los más extraños y trascendentales de su vida. Porque fue precisamente aquel día cuando empezó a dejar de ser lo que venía siendo durante tantos años.

La revelación le sobrevino a bordo de un taxi junto al muelle de Kuruçeşme, camino de Bebek, en medio del atasco provocado por un accidente de tráfico. Asistió a una representación miniaturizada de la vida que él no se había atrevido a vivir; una vida a la que había vuelto la espalda sin posible retractación.

Con la cabeza apoyada en la ventanilla del automóvil, asperjada tras un chaparrón tormentoso, contemplaba la asimétrica discusión de una pareja de novios alcanzando su punto álgido. Ella, abatida bajo su paraguas, apoyada sobre un pretil, con la vista fija en la obstinación del agua que mecía las embarcaciones y chocaba con la orilla de hormigón, escuchaba -o eso parecía- los argumentos de su novio; un novio empapado, implorante, incapaz de permanecer quieto y a quien la vida se le escapaba palabra a palabra explicándose sin saber explicarse. Solo calló al verla incorporarse, acariciarle el rostro y, sin mediar palabra, alejarse lentamente, cabizbaja. Él se quedó paralizado, con una rigidez de muerte, una incapacidad para pasar el trago.

Mala suerte, compañero. ¿O has sido tú el culpable? Sí, seguro que sí. Pero ya poco importa.

No esperaba más del cuadro cuando la lluvia retornó. Como también retornó la muchacha, corriendo, sofocada. Se plantó ante él dejando caer al suelo el paraguas abierto, le miró como quien se asoma a un abismo y le arreó una bofetada contundente. Luego le abrazó, antes de sepultarle en oleadas de lágrimas e hipidos, acabando ambos devolviéndose la vida boca a boca, agarrándose de los cabellos, sorbiendo sus propias existencias compulsívamente, al ritmo creciente del aguacero. Así permanecieron, incansables, bullentes, palpitantes, calados hasta los huesos, bajo la argentería crepuscular del Bósforo.

Contemplaba absorto, hipnotizado, esa explosión vital, ese enésimo big bang del enésimo universo que no solo se expandía ante sus narices, sino que estaba colisionando con el suyo, provocándole un cataclismo invisible y ajeno a cualquier sentido, aunque él ni lo sospechara. Los miraba cual novicio voyeur, con el pasmo de un niño admirando un truco de magia, con el arrobo de un místico ante la revelación divina.

En la red, pero pasa. Otro match point superado, chaval. Espero que lo aproveches y no tengas que salvar más, porque quizá no puedas.

Por mucho que siguieran los amantes inmolándose en ese acto de abnegación total, no se cansaría de aplicar su entendimiento al fugaz melodrama. Y sintió agitarse el magma emocional encerrado bajo la sarcástica, agnóstica, escéptica y demás adjetivos esdrújulos de su corteza existencial; porque la escena, insignificante para el resto de los mortales, representaba para él la traducción de un fracaso personal estrepitoso cuyos síntomas venían revelándose de manera evidente. Sí, un fracaso. ¿Por qué, si no, nadie le había atizado una bofetada cargada de deseo? Se había convertido en el espantajo y el coco de un mundo demasiado estrecho como para constreñirlo aún más con sus quimeras de pesimismo, determinismo y demás ismos de su actividad mental.

El choque cósmico terminó una vez deshecho el atasco provocado por el choque automovilístico. El taxi reanudó su carrera hasta detenerse ante un portal de la calle Valikonağı.

Aysel lo recibió enfundada en un albornoz, en su fragancia, en su sonrisa, en su donaire. Puertas abiertas solo para él.

– Hola, querido. Un momento.

Dobló el cuerpo con facilidad de gimnasta, ahuecó sus guedejas con ambas manos durante unos instantes y al final recobró su postura de golpe, terminando de atusar la nebulosa de bucles.

Tus cabellos, cual rebaño de corderos ondulante por las pendientes de Galaad.

El Cantar de los Cantares también era una de sus lecturas predilectas, motivo por el cual la imagen le vino como un resorte.

– ¿Ves? Ya está. Ven, dame un beso.

Por supuesto, no había completado los cientos de pasos imprescindibles en el proceso combinado de aseo, cosmética, atavío y ornato de necesaria observancia para presentarse ante sus congéneres y superar el examen continuado en ese tipo de establecimientos donde uno va a ver y dejarse ver. Pero acababa de coronar el más arduo: domar su exuberante melena.

– Estás preciosa.

Así lo atestiguaba el vestido de tirantes color turquesa con un escote diseñado no para enseñar, porque no enseñaba nada, sino para provocar la perdición de los fuertes y la extinción de los débiles; un vestido a juego con un chal -a juego con su nombre, sus ojos, su espíritu- y con un par de sandalias de tiritas mínimas y tacones vertiginosos. Como así lo atestiguaba la palidez ebúrnea de su piel en piernas, brazos, escote, cuello y faz, radiantes entre la luz nocturna.

– Embustero. Termino en diez minutos. Ponte cómodo… Mira, ahí tengo los últimos libros y discos que he comprado.

Veinticinco minutos después salían en el coupé de ella.

– Toma, conduce tú. Por cierto, ¿adónde vamos?

– A cenar, ¿no? – bromeó él.

– Eres un tonto. ¿Adónde?

– Sorpresa…

Silencio. Mal presagio. Empezó a notar de repente que el ambiente se cargaba de electrones, y no sabía cómo reaccionar porque no adivinaba el origen.

– Te va a gustar, lo sé -desvarió él, a la desesperada.

El silencio creció, se expandió, lo inundó todo. Entre la exterior y la interior se iba a formar la tormenta perfecta. Y él, a la deriva en el ojo de la tempestad.

El primer relámpago descargó nada más aparcar y salir del vehículo en el recinto de Çırağan Palace.

– Me molestan las sorpresas de toda índole y siempre las evito. Tendrías que saberlo ya. ¡No quiero sorpresas!

La impulsiva necesidad de ir por delante de los acontecimientos hacía que Aysel odiara las sorpresas. Sí, tendría que saberlo a esas alturas. Pero su estólido romanticismo le hacía pasar malas jugadas a veces, impidiéndole ver las cosas con claridad. La entereza hizo mutis en esa ocasión. Y no se le ocurrió peor cosa que enfadarse consigo mismo… e irritarse con la actitud de ella. ¿Acaso no podría comprenderle un poco más?

– No tienes por qué ponerte así.

– No me gusta que me lleven y me traigan al tuntún. Y menos aquí. Lo sabes, pero te lo pasas por el forro…

Él intentó la vía del silencio conciliador al tiempo que salían a la fachada marítima, un paseo privado del hotel abierto al estrecho entre escaleras y balaustradas marmóreas. Empezaron a recorrer el paseo bajo la luz de sus pequeñas farolas, haciendo frente a la eterna brisa a ras del agua. Pero en esa ratonera espaciotemporal no había salida sin mentís.

– ¡Qué! ¡Ahora te callas! ¿O es que me das la razón como a las locas?

– Pero qué locas, ni locas. Lo que pasa es que no hay nada que no te moleste. Vamos a ver, es un sitio precioso, un…

– Es un sitio de mierda al que vienen los chulos con sus putas. Oh, claro, que has estado antes… No me acordaba. Con tu amiguita esa, la morenaza. Entonces sí, es precioso. Os conocerán por el nombre y todo, ¿a que sí? Pues para ti, y te lo metes…

– Pero… pero… ¿A cuento de qué viene eso ahora?

– ¡Que no me tomes por tonta!

Empezaron a caer goterones. Abrió el paraguas y lo empuñó sobre ella, que se lo arrebató como si no quisiera nada que él le ofreciera. Al poco, el aguacero se hizo patente.

– Yo no soy segundo plato de nadie, ¿te enteras? Así que ya sabes, vuelve con ella y os atiborráis a gusto hasta empacharos.

Vamos a ver… Que ni siquiera… Esto es absurdo… Es que ni de coña… Que no ha habido nada… En la vida… Ni idea de… Me importa un rábano esa…

Era incapaz de permanecer quieto mientras intentaba dar todo tipo de razonamientos frente a la ‘probatio diabólica’ a que se había visto sometido. Ni siquiera notaba que se estaba empapando. No parecía existir argumento capaz de romper un despecho justificadamente irracional. Aysel, bajo el paraguas, se había detenido y mantenía la vista fija en la obstinación del agua que se estrellaba contra el borde del paseo.

La desesperación no tuvo más salida que una acusación fundamentada.

– Esto no tiene sentido y esos celos son ridículos.

– Claro, es que yo no hago más que el ridículo una y otra vez. Sí, soy muy ridícula. Pues nada, que os den a todos, y que seáis muy felices. Dame la llave, que me voy a mi casa.

Intentó retenerla con suavidad, tratando de acariciar su rostro y hacer que volviera la vista, pero ella le apartó de un manotazo, le arrebató la llave del coche y se fue a paso firme.

La lluvia arreciaba. Se quedó rígido, sin saber qué pensar ni qué hacer durante un breve momento eterno. Un paso en falso, un malentendido o un accidente absurdo son minucias fugaces y volátiles capaces de guadañar sueños, esperanzas e incluso vidas enteras de golpe, en un abrir y cerrar de ojos. In ictu oculi. Parecía un cruel truco de magia: ahora está, ahora no está. Era, acaso, como morirse de repente. Así debía de ser la muerte: ahora estás, ahora ya no estás. Un pequeño paso.

Eso es todo, amigo, se acabó.

Así lo creyó, sin percatarse de lo que ocurría: Aysel regresaba corriendo, sofocada. Apenas entrevió cómo se plantaba ante él dejando caer al suelo el paraguas abierto para arrearle un bofetón letal para pesos wélter o inferiores. Lo miró como quien se asoma a un abismo antes de abalanzarse en un abrazo y sepultarlo en oleadas de lágrimas e hipidos. Como por instinto, se devolvieron la vida boca a boca agarrándose de los cabellos, devorando sus propias existencias al ritmo creciente del aguacero. Incansables, bullentes, palpitantes, calados hasta los huesos, bajo la argentería crepuscular del Bósforo, en un final sin final.

Al fondo del paseo, un hombre joven contemplaba bajo su paraguas esa explosión vital. Los miraba absorto, hipnotizado, con el pasmo de un niño admirando un truco de magia, con el arrobo de un místico ante la revelación divina; incapaz de sospechar que ese enésimo universo que se expandía ante sus narices estaba colisionando con el suyo.

5 thoughts on “Matchpoint”

    1. Muchísimas gracias por tomarte la molestia de comentar, Verónica.
      Es muy agradable saber que alguien lo leyó y, además le gustó.
      Un saludo afectuoso.

      1. Hola señor Fernando.Claro que me encantó su relato y otros que he leido en su blog. Estoy por leer tres de sus novelas porque me encanta su estilo.Ojala publique muchos más.

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