El ladrón bueno

El piratilla, con sus seis años recién cumplidos, comienza a tener ideas bien elaboradas.

―Papá, ya he decidido lo que voy a ser de mayor.
―¿Ah, sí? Eso está muy bien ―apoya el padre―. Dime, ¿qué es lo que has decidido?
―Voy a ser ladrón.

―¿Cómo? ¿Ladrón?
―Sí, un ladrón. Voy a ser un ladrón, pero bueno.―Un ladrón bueno.
―Sí, eso.
―Ya. ¿Tú crees que lo has pensado bien? Suele tener sus inconvenientes, como…
―Sí, lo he pensado bien. Un ladrón bueno ―insiste el infante recalcando las tres palabras.
―Bien, bien. Entonces serás un ladrón de guante blanco. Así es como se llama a los ladrones que son buenos y hasta resultan simpáticos a los demás.
―Ladrón de guante blanco ―repite el pequeño con cierta complacencia y una sonrisa de satisfacción en sus ubicuos ojos grises. Da media vuelta y se va: la lista de fechorías pendientes no ha decrecido en el día de hoy, aun con la inestimable ayuda de su hermano pequeño, y hay que ir dándole salida.

El papá se ve cada vez menos desconcertado ante esas demostraciones de hemisferio derecho dominante (pero derecho, de extremo derecho). Y como quiera que el piratilla empieza a tenérselas con el alfabeto y sus innumerables combinaciones, piensa que es hora de desempolvar su colección de aventuras de Arsenio Lupin.

Y lo hará pronto. Lo hará con la noble intención de que el piratilla empiece a familiarizarse con los modales caballerescos, indistintamente del grado de cumplimiento del Código Penal; con el legítimo deseo de que algún día les saque a sus progenitores de la pobreza; y lo hará también con la esperanza amorosa de que apure las mismas horas de felicidad lectora, felicidad plena, que él disfrutó en un pasado no muy lejano.

36 para qués de la Literatura

Hace unos días se publicó en El País una joya de memoria culta y leída, firmada por el escritor mexicano Emiliano Monge.

Hace unos días se publicó en El País una joya de memoria culta y leída, firmada por el escritor mexicano Emiliano Monge.

No me acuerdo de la Primera Guerra Mundial pero la leí hace tiempo.
No me acuerdo de ninguna mujer de principios de siglo que no sea Margarita.
No me acuerdo de qué color era el sillón en el que escuché caer el hacha de Raskólnikov. Un sonido apagado que aún corta en mis oídos.
No me acuerdo de ningún cacique mexicano que no se parezca a Pedro Páramo.
No me acuerdo de cien años a menos que estén tan apretados.
No me acuerdo de 1984 aunque recuerdo 1984.
No me acuerdo de un viaje mejor que del que lleva de la cama al escritorio.
No me acuerdo de un calor tan sofocante como el capaz de derretir un par de alas en el aire.
No me acuerdo de haber visto una serpiente que no se alimentara de elefantes.
No me acuerdo de haberme asomado al agujero hasta que encontré a mi Alicia en su caída.

Quien desee ver los restantes, puede acceder al artículo.

El objetivo de este francotirador voyeur de lectores no se pudo resistir a esta lectora perdida entre la espesura. Perdón, perdida no, acompañada de su libro.

Lecturas atrasadas

Hace tiempo que no aparecen en este espacio reseñas de los libros que tienen a bien caer en mis manos; tanto los que yo llamo libros amigos como los que, sin serlo, me caen bien (para críticas demoledoras consulten los suplementos literarios). Y como el ritmo de lectura que me permiten las circunstancias ha crecido ligeramente en los últimos meses (los brotes verdes, ya saben), se han acumulado algunas recomendaciones en la lista de pendientes. Así que, aplicando técnicas de reducción de listas de espera, me veo obligado a formar pequeños paquetes por riguroso orden cronológico. Empezando por uno de carácter humorístico.

Humor inglés

Tres hombres en una barca (por no mencionar al perro), de Jerome K. Jerome.
Título original: Three men in a boat (To Say Nothing of the Dog).
El Cobre Ediciones, 2003.

Las novelas humorísticas inglesas, por regla general, no son un gran continente de ideas filosóficas, ni se encuentran en ellas doctas enseñanzas sobre la vida, ni buscan la transgresión de los esquemas literarios decimonónicos, ni nada de eso. Pero, si uno tiene cierto apego por el humor british style, le ayudan a ser feliz durante el número de horas que conlleva su lectura.

Jerome jamás he leído un prospecto farmacéutico sin llegar inevitablemente a la conclusión de que padece la enfermedad allí descrita, y en su forma más virulenta, valorando en unas ciento siete las enfermedades mortales que acumula. George duerme todos los días en un Banco de la City, de diez a cuatro; salvo los sábados, día en que lo despiertan y lo sacan a las dos. De Harris poco se puede decir, excepto que pesa ochenta kilos y siempre conoce un lugar a la vuelta de la esquina donde se puede obtener algo extraordinario en materia de bebida. Montmorency es el personaje psicológicamente más complejo: según Jerome, su dueño, «viendo a Montmorency, uno se imagina que es un ángel caído del cielo, apartado de la humanidad, por alguna razón, bajo la forma de un pequeño foxterrier. Tiene un aspecto de ay-qué-mundo-más- malvado-es-éste-y-cómo-me-gustaría-hacer-algo-para-mejorarlo que en más de una ocasión ha humedecido los ojos de piadosos ancianos y ancianas»; sin embargo, su idea de la vida consiste en merodear por los establos, reunir una banda compuesta por los perros de peor reputación de la ciudad y conducirles por los barrios bajos a pelear con otros perros de mala reputación.

Por democrática votación, tres contra uno (el uno es Montmorency), un buen día deciden tomarse una semana de vacaciones para remontar el Támesis en una barca, porque necesitan descanso y un cambio completo de aires; la gran tensión cerebral que sufren en sus agitadas vidas les ha producido una depresión generalizada en el sistema, y han de buscar un lugar que restaure su equilibrio mental y donde no haga falta pensar.

El único problema de este libro es que su primera parte, la correspondiente a los preparativos de la expedición, es tan genial que hace palidecer los intentos de igualarla de su segunda parte, una delirante guía de viaje por las riberas de Támesis, desde Kingston hasta Oxford.
La edición citada, que he podido conseguir, a duras penas, no es muy buena (incluso se cita mal su título original), y la traducción, deficiente (por eso no cito al traductor).

Nota curiosa: George Wingrave, descrito en la novela como un empleado de banco, acabaría convirtiéndose en director del Barclays Bank.

Humor francés

13’99 euros, de Frédéric Beigbeder.
Título original: 99 Francs.
Editorial Anagrama, Quinteto, séptima edición, 2009.
Traducción: Sergi Pàmies.

Octave Parango es un publicista de éxito: millonario, alcohólico, cocainómano y putero. Está harto de su trabajo, y por eso quiere que le despidan tras publicar esta novela; y está harto de su vida, por lo que se lanza a una carrera sin freno hacia el abismo. Un tipo despreciable que, sólo cuando la emprende con el mundo con él mismo como martillo, llega a parecer entrañable.

«Me llamo Octave y llevo ropa APC. Soy publicista, eso es, contamino el universo. Soy el tío que os vende mierda. Que os hace soñar con esas cosas que nunca tendréis. Cielo eternamente azul, tías que nunca son feas, una felicidad perfecta, retocada con el Photoshop. Imágenes relamidas, músicas pegadizas. Cuando, a fuerza de ahorrar, logréis comprar el coche de vuestros sueños, el que lancé en mi última campaña, yo ya habré conseguido que esté pasado de moda. Os llevo tres temporadas de ventaja y siempre me las apaño para que os sintáis frustrados. Hacer que se os caiga la baba, ése es mi sacerdocio. En mi profesión, nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume». Escrito con un estilo descomedido, a veces soez, y desplegando una honestidad brutal, Beigbeder expresa una visión del mundo poética pero categóricamente pesimista a través del mundo de la publicidad, es decir, la manipulación de las masas, la televisión, el consumismo y todo ese entorno tan arcádico que nos rodea. La frase más citada de esta novela, como muestra de su filosofía es: «La diferencia entre ricos y pobres es que los pobres venden droga para comprarse unas Nike, y los ricos venden sus Nike para comprar droga»; pero, cientos de frases similares martillean la conciencia sin descanso durante su lecturaLo malo: podría haber sido una novela insuperable de no retorcerse en una segunda parte enloquecida, sin un argumento mínimamente sólido, o a la altura de la corrosiva descripción del mundo publicitario, que es su gran baza.

En todo caso, tengan cuidado: esa sonrisa que se despliega durante la lectura oculta una enorme dosis de sordidez e infelicidad.
Cotilleo: al parecer, Frédéric Beigbeder, ex-creativo de la agencia Young & Rubicam (de la que fue fulminantemente despedido tras publicar 99 francs), fue el autor de la célebre campaña para Wonderbra, protagonizada por Eva Herzigova: «Mírame a los ojos. He dicho a los ojos».

El guardián permanece

«Salió corriendo, compró su ticket y subió al tiovivo justo a tiempo. Luego dio la vuelta otra vez a toda la plataforma hasta que llegó a su caballo. Se subió a él, me saludó con la mano y yo le devolví el saludo. ¡De pronto empezó a llover a cántaros! Un diluvio, se lo juro. Todos los padres y madres se refugiaron bajo el alero del tiovivo para no calarse hasta los huesos, pero yo aún me quedé sentado en el banco un buen rato. Me empapé bien, sobre todo el cuello y los pantalones. No me importó. De pronto me sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar. Si quieren que les diga la verdad, me sentí tan contento que estuve a punto de gritar. No sé por qué. Sólo porque estaba tan guapa con su abrigo azul dando vueltas y vueltas sin parar. ¡Cuánto me habría gustado que la hubieran visto así!»

Intentaba imaginar a alguien como Phoebe desde la primera vez que leí este impagable final, y no lo conseguía. Pero con el tiempo yo he llegado a ser Holden, y a tener ganas de gritar delante del tiovivo.

«Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los sujeto. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer».

Como ocurre en estos casos, el escritor desaparece, pero el guardián seguirá, permanecerá vigilante, mientras haya personas que lean y tengan memoria.

Los párrafos en cursiva pertenecen, como habrán adivinado, a El guardián entre el centeno, de quien acaba de irse con la mayoría. Traducción de Carmen Criado, en la edición de Alianza del 78; una traducción que hoy se tacha de anticuada y que adoro como buen anticuado esclavo de sus recuerdos.

Ese gitano francés

«Soy el mejor guitarrista del mundo… bueno, quizá después de ese gitano francés». Eso es lo que decía Ray Emmet, el engreído y falso guitarrista de jazz creado por Woody Allen para su deliciosa Sweet and Lowdown (lamentablemente traducida en España como Acordes y desacuerdos). Ese gitano francés al que se refería el pobre Ray era Django Reinhardt.

En este año plagado de centenarios, que serán puntualmente detallados y desarrollados por numerosos blogs y media, este heterodoxo rincón digital se hace eco de uno de tantos, probablemente el menos jaleado.

Jean Baptiste Reinhardt vino al mundo en la ciudad belga de Liberchies el 23 de enero de 1910. Como es costumbre entre los Manouches, vivió gran parte de su vida en una carreta y haciendo nomadismo; si bien la tribu materna se asentó en un campamento situado a las afueras de París, al lado de las fortificaciones que la rodeaban. Su familia se dedicaba al espectáculo de la cabra y el oso, o algo parecido; espectáculo que amenizaban el violín del padre y el banjo que él ya tocaba con soltura desde los ocho años y con el que desde los trece empezó a frecuentar salas de baile junto con otros músicos o formando parte de bandas musicales. Para entonces, ya habia cambiado el banjo por una guitarra y era conocido como Django.

La ya de por sí improbable carrera de Reinhardt como músico estuvo, además, a punto de acabar tras un incendio producido en su caravana en 1928, a resultas del cual dos dedos de la mano izquierda quedaron inmovilizados. Pero gracias a su fuerza de voluntad y talento ideó un sistema propio de digitación para superar el problema, lo que influyó indudablemente en la originalidad de su estilo. Gracias a esto y a la ayuda del luthier Mario Maccaferri, que diseñó una guitarra específica para él.

Durante su período de recuperación se introdujo en el jazz americano a través de varios discos de Louis Armstrong que llegaron a sus manos. Durante unos años repartió su talento en los cafés parisinos, forjándose un cierto nombre y una buena reputación, hasta que en una jam session formada en el Hotel Claridge en 1933 entre el propio Django, Roger Chaput, Louis Vola y Stephan Grappélli, el jefe del Hot Club, Pierre Nourry, le propuso la idea de formar una banda de cuerdas en la que estarían él y Grappélli como núcleo permanente. Así nació el legandario Quinteto del Hot Club de Francia. El resto es historia y música celestial.

Y una de las secuencias más emotivas de Sweet and Lowdown:

En sus manos la guitarra «ríe y llora», y adquiere una «voz humana», escribió Jean Cocteau sobre Django Reinhardt. Cien años de voz que ríe y llora.

La brújula del azar

«La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. (…)
Se citaban por ahí y casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que Oliveira se planteaba una vez más el problema de la probabilidades y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente en el momento en que él, cinco cuadras más abajo, renunciara a subir por la rue de Buci y se orientaba hacia la rue de Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en pleno laberinto de calles, y se reían como locos, seguros de un poder que los enriquecía.»

Julio Cortázar. Rayuela, 6.

«Para conocer y reconocer a un semejante no basta la cercanía física ni el mero conocimiento visual; y a veces, decisiones que nos parecen nimias —porque aparentemente no entrañan consecuencias— o estados de ánimo cambiantes —que alteran el sentido de dichas decisiones—, suelen marcar nuestras vidas. En ciertos hechos que no damos importancia, o ni siquiera recordamos, se deciden vidas que nunca viviremos».

Sueño y azar, introito.