febrero 23, 2021
por Sin Comentarios

El siempre interesante blog Divergencias, dedicó semanas atrás una entrada al centenario de Hergé. Entrada, quizá respondiendo al título del blog, bastante divergente, puesto que es de las escasas que pueden encontrarse en la blogosfera renegando del celebérrimo reportero y de las historias alumbradas por el dibujante belga.

«Hergé me sigue pareciendo uno de los grandes dibujantes que innovó el lenguaje del cómic, pero como guionista creo que no resiste el paso del tiempo. Hay algo en el personaje que me quita ilusión por volver a leer este tebeo. Creo que es esa falta de madurez que tiene toda la obra del dibujante belga, esa sensación de que la aventura es una cosa de boy scouts. Cada tomo respira ese buenismo que roza la ñoñería. Imaginen a Tintín embarcado en La Hispaniola en busca del oro de Flint. ¿Qué haría el flaquito del tupé en medio de esa tripulación de piratas traicioneros? ¿Sabría siquiera como hablar con Long John Silver? No. Tintín es demasiado soso para una gran aventura. Sería el primero en morir a causa de alguna de sus tonterías. ¿Sería Tintín capaz de dudar entre fidelidades, de concebir que entre el bien y el mal solo hay niebla? No.», se afirma en la citada entrada.

Y discrepo parcialmente. ¿Por qué? Porque en los cómics de Tintín, Tintín es lo de menos. La magia de las aventuras de ese reportero no la confiere su protagonista, que, en eso coincido con Otalora, es bastante ñoño, sino el ambiente y los demás personajes, secundarios o no tanto.

Tintín es la magia balcánico-eslava de Syldavia, el exotismo de San Teodoro, los pecios de Rackham el Rojo, la explosiva situación del Oriente Medio en el país del oro negro, los peligros del Mar Rojo, la decadente China occidentalizada en las vísperas de la guerra con Japón, el secretismo de investigaciones nucleares y espaciales, el entramado del espionaje en países neutrales en medio de la guerra fría o la ambivalente política de muchos países de Lationoamérica, entre otros muchos escenarios detallada y perfectamente descritos.

Tintín es el enorme elenco de secundarios como el general Alcázar, el piloto Piotr Pst, el padrazo y a la vez temible empalador Emir Ben Kalish Ezab, la Castafiore, el impecable Néstor, el mercader Oliveira da Figueira, el coronel Sponsz o el corrupto policía Dawson, entre otros muchos personajes perfectamente encajados en las tramas, con rasgos morales no pocas veces dudosos. Y, por encima de todo, Tintín es el capitán Archibaldo Haddock (al que siempre vi como un vejete y al que ahora empiezo a alcanzar y pronto superar en edad), uno de los personajes más entrañables que recuerdo de la enorme cantidad de libros, cómics y películas que me he tragado desde que tengo uso de razón: un buenazo gruñón, sibarita, valiente, inculto, borrachín, leal y bastante misántropo marino. Misantropía que magistralmente se refleja, entre otros aspectos, en su repertorio de insultos hacia el prójimo, en cuyo sentido permítanme ofrecerles una relación de mis favoritos (a los que se antepone normalmente el encabezamiento banda de o especie de, según el destinatario sea individual o colectivo):

Coloquíntido de grasa de antracita, ametrallador con babero, Cyrano de cuatro patas, anacoluto, analfabeto diplomado, bachi-buzuk de los Cárpatos, bebe-sin-sed, beduino interplanetario, bicharraco, bulldozer a reacción, iconoclasta, invertebrado, pacta-con-todos, paniaguado, polígrafo, descamisado, doríforo, mequetrefe, mercantilista, tecnócrata, vándalo, ku-klux-klan, mujik, Mussolini de carnaval, Atila de guardarropía, chuc-chuc, ciclotrón, coleóptero, vendedor de alfombras, viviseccionista, filoxera, flebotoma, antracita, antropopiteco, carne de horca, catacresis, ganapán, gran fariseo, extracto de hidrocarburo, sietemesino con salsa tártara, vegetariano, aprendiz de dictador a la nuez de coco, oricterópodo, ostrogodo, cercopiteco, chafalotodo, logaritmo, nictálope, Fátima de baratillo, mameluco, mejillón relleno, residuo de ectoplasma, galápago, rocambole, momia, zuavo, lepidóptero y oficleido.

No cabe sino admitir que los primeros títulos de la colección dejan bastante que desear y no han resistido el paso del tiempo, y en eso me uno a toda crítica incisiva.

Pero, a pesar de la exagerada benignidad del petimetre reportero o de la desesperante abstracción del profesor Tornasol respecto de la realidad, considero que aventuras como Stock de coqueEl cetro de Ottokar (*) o El asunto Tornasol, por citar mis favoritas (admito, por supuesto, discrepancias), historias y aventuras difícilmente igualables o superables, no sólo forman parte del panteón de clásicos del cómic y de la formación lectora juvenil de muchos de los integrantes de esa generación que obtuvimos la capacidad de ser felices gracias a la Coca-Cola y de otras precedentes, sino el paso del tiempo refuerza su viveza y acentúa la memoria de aventuras vividas en mundos de palabras y colores planos. Al menos para un servidor, que, cuando el tiempo lo permite, las sigue releyendo con fruición.

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