febrero 23, 2021
por Sin Comentarios

A través de Apostillas Literarias he tenido ocasión de evocar un encuentro entre dos de los más grandes ingenios de la Literatura en castellano y asistir mentalmente a una conversación entre ambos sobre el demonio de la inmortalidad.

Se trata del encuentro entre Jorge Luis Borges y Juan Rulfo que tuvo lugar durante la visita de aquél a la ciudad de México en 1973. Las circunstancias del encuentro están recogidas en la entrada de Magda. Pero no me resisto a transcribir aquí la conversación. Eso sí, como dice Magda, sin reclamo alguno de precisión, porque las fuentes son demasiado vagas. En cualquier caso, se non è vero, è ben trovatto.

RULFO: Maestro, soy yo, Rulfo. Que bueno que ya llegó. Usted sabe como lo estimamos y lo admiramos.

BORGES: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro», dígame Jorge Luis.

RULFO: Que amable. Usted dígame entonces Juan.

BORGES: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.

RULFO: No, eso sí que no. Juan, cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.

BORGES: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?

RULFO: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.

BORGES: Entonces no le ha ido tan mal.

RULFO: ¿Cómo así?

BORGES: Imagínese, don Juan, lo desdichados que seríamos si fuéramos inmortales.

RULFO: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.

BORGES: Le voy a confesar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.

RULFO: Así ya me puedo morir en serio.

Leyendo esto no puede uno por menos que acordarse de aquel terrible dictamen: «¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el malAhora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre.» Y le echó el Señor Dios del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines, y la espada de llama flamígera, para guardar el camino del árbol de la vida. (Libro del Génesis 3, 22-24.

Quizá ese vicio o enfermedad de escribir viene de la atávica reminiscencia de esquivar la espada de fuego y alcanzar el fruto del árbol de la vida. Sin duda, algunos lo consiguen. Como, al parecer para su desgracia y nuestro deleite (así es la vida), lo consiguieron don Juan y don Jorge Luis.

Algunos nos conformaríamos con atisbar ese terrible árbol.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *