febrero 22, 2021
por Sin Comentarios

Si Jane Austen hubiera nacido en algún lugar de España en 1975, y no en la Inglaterra profunda allá por 1775, su genio se habría desvanecido; ni siquiera como lágrimas en la lluvia, sino como la nada en el vacío.

Por ejemplo, si para intentar publicar su deliciosa Persuasión en estos nuestros tiempos hubiera acudido a las editoriales al uso, habría recibido contestaciones del tipo:

«Consideramos que una obra tiene que enganchar desde las primeras páginas y lograr que el lector mantenga el interés en continuar leyendo» (…)

«El desarrollo de la trama es muy lineal y pasa media novela sin que suceda nada» (…)

«Los encuentros entre los protagonistas carecen de emoción porque no hablan, no hay suficiente diálogo. Y si llegan a hablar es más bien poco, y lo que dicen revela poco o nada de sus sentimientos» (…)

«Carece de elementos innovadores, alienígenas, mutantes, vampiros enamorados, cosas así, que aporten un valor añadido al texto y verdadero interés a la trama» (…)

Pero no hay que escandalizarse por ello. Porque, como dijo Quevedo, y si no lo dijo lo diría hoy, tenemos las editoriales que nos merecemos. Nos merecemos unas empresas papeleras propias de una población en la que sólo el 44,7% de los adultos pueden realizar con soltura tareas lectoras de “nivel 2” de comprensión lectora; es decir, pueden comprender textos sencillos pero les cuesta mucho extraer conclusiones de una lectura y se pierden en un texto de cierta profundidad y riqueza. Dato que no sería preocupante si no fuera porque el 27% no pasa del “nivel 1”, lectura meramente literal, el justito para comprender algo que no vaya más allá de un eslogan publicitario. Y menos de uno de cada tres españoles (un 27,5%) alcanzan o superan el “nivel 3”, necesario para comprender un texto largo.

Y el problema se agrava cuando las especies lectoras menos favorecidas entran en bucle simbiótico con la tipología de los editores hispanos, que está dominada básicamente por cuatro especies. De entrada, destaca el editor faraón, cuya obsesión es construir pirámides con sus libros en las grandes cadenas de librerías. También es poderoso el editor ateo, que ni lee ni le interesa la literatura, sino sólo la cifra de ventas de su catálogo. El editor pseudotrascendental sólo publica libros de estilo asustaviejas (con muchos juramentos y blasfemias) o con cierta apariencia de haberse escrito en la Europa más oriental. Y también es temible el editor sacerdotiso, guardián de las esencias de literatura literaria, esa en la que es difícil diferenciar si el libro lo ha escrito una niña de primaria o un psicópata cutre, en general de corta extensión, letra gorda y muchos huecos en blanco (para dar que pensar).

No es difícil comprender que en tal estremecedor panorama las páginas de nuestra querida Jane habrían sido ignoradas por completo o, en el mejor de los casos, soltadas a la deriva con la mácula inextinguible de la autopublicación, llegando a ser conocida con suerte por algunos cientos de personas (si acaso). Para esos elegidos, esos frikis del buen gusto, sería nuestra autora indie favorita.

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